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MI PRIMA LUCY
MI PRIMA LUCY
Recibí la invitación de Lucy con algo de desconcierto, quizás producto de que aquel era mi más grato sentimiento por esos días; los demás, todos aciagos. Bien pudo antes haberla llamado mamá con esa manera diplomática de fingir despropósitos. Con la excusa, por ejemplo, de haber soñado con su papá –Lito, hermano de mi madre- en pantalón pijama celeste, asomando sus calzoncillos con botones subidos hasta por arriba del ombligo del triángulo central de la bragueta abierta, y arriba, su frondoso vello blanco techando el escote de la camiseta musculosa. Estaría sentado en su vieja hamaca inclinado hacia la izquierda; ya a lo último levantándose entumecido de la silla torcida pero negándose a cambiar de asiento, en una especie de lealtad fundamentalista e irracional de la que carecía para todo aquel que pudiera siquiera valorar semejante atributo humano. Tal vez, la vería pasar preocupada, apurada o inquieta y le haría un comentario estimulante o al menos tranquilizador –lo que probaría definitivamente el carácter onírico del suceso- desde su hamaca: el cuerpo ladeado, la pierna derecha cruzada evidenciando el relieve del hueso de la cadera por debajo del pantalón celeste y la ojota apenas sostenida en un hilo por la tira más larga sobre el dedo gordo, dejando ver ese talón reseco y costroso con grietas enormes que me impresionaba de chica. Le diría probablemente a Lucy que la llamaba porque estaba decidida, ella que siempre había considerado esas cosas como pasatiempos de gente que no sabía aprovechar unos poquitos pesos en una satisfacción más inmediata como comprar masitas para la merienda o escaparse al cine, a jugar a la quiniela: había quedado con una sensación tan rara después del sueño que le surgió el impulso, como una especie de conjuro para deshacerse de ese estado; o por pereza o falta de imaginación para relacionar el sueño con algún encargue venido del más allá que detentara mayor envergadura o implicara más compromiso. Apostar sería una forma tibia pero tangible de demostrar que no estaba ignorando los mensajes de los parientes idos que, inclusive, hasta podría premiarla concretándole algún capricho si ganaba unos pesos. En la charla telefónica incluiría frases con muchos “por las dudas” y “por si acaso”, porque mamá opinaba de todo con cierta vaguedad por si, según la respuesta del interlocutor, debía -en pos de la armonía social- darle un giro opuesto a sus dichos. Seguramente le aclararía a su sobrina que había pensado en jugarle al 47, “el muerto” o al 48, “el muerto que parla”, pero le estaba pidiendo consejo –en calidad de hija del aparecido, porque de traducción numerológica de sueños, Lucy sabía menos que mi progenitora- acerca de si jugar a los dos números ese mismo día, en lugar de aumentar las chances, neutralizaría los efectos de la clarividencia; como si el espíritu que aportó el dato se encargara de castigar la excesiva codicia del jugador al ver sus intenciones de no dejar libre ningún número susceptible de ganar, y favoreciera a último momento, con un fin aleccionador, a números menos sujetos a pretensiones que considerara desmedidas. Inclusive, mamá podría haberle pedido ayuda a Lucy, luego de detallarle minuciosamente su sueño, para reconocer otros elementos –piyama, camiseta, vello pectoral- que pudieran ser símbolos de números afortunados en cualquiera de los sorteos de aquel día. Mi prima, con paciencia porque mamá fue siempre su tía preferida, trataría de dar por terminadas las aburridas cavilaciones de una casi anciana, cambiando de tema; lo que le significaría a mi madre la buscada oportunidad para mencionarme. Que me vio muy flaca, o muy gorda; que vivía con los ojos hinchados del llanto o el insomnio; que había pasado ya tiempo suficiente y no lograba recuperarme. Tampoco perdería la oportunidad de críticar a Juan, haciéndolo extensivo a los hombres en general, aunque apenas pueda atribuírsele a mi madre conocimiento de uno y por poco tiempo. No obstante, sabiendo que causaban más impacto sus comentarios si disimulaba su imparcialidad y generalizaba los conceptos, focalizaría sus lamentaciones en lo que se refería a mi situación, y contestaría con impostada indiferencia cada vez que saliera el tema del hombre que me había abandonado hacía ya más de tres meses. Mi madre no le insistiría demasiado, pero sabiendo que con Lucy y Samy somos muy amigos además de parientes, no era difícil imaginar que mi prima intentaría comunicarse a la brevedad conmigo, solamente con que mamá dejara traslucir un poco de preocupación. Llegando a ese punto en la recreación del posible llamado, me costó imaginar sus palabras preocupadas, la expresión de veladas recriminaciones a mi carácter mediante un envoltorio de condescendencia que la expusiera como una madre comprensiva, y las consecuentes justificaciones tranquilizadoras de Lucy. Así como en la mente se me multiplicaban los motivos –reales o ficticios- de mamá para hablarle por teléfono, adquiriendo matices exagerados y hasta inverosímiles, cuando llegaba al instante de pensarlas a las dos charlando de mí, la escena sufría un apagón absoluto, chocaba con una prolija y monótona pared de ladrillos y ya no podía seguir imaginando. Desde chica detesté dar lástima, despreciaba los llantos teatrales, las respuestas donde ex profeso trasunta un tono victimizado, las excusas ante las tareas no cumplidas o mal hechas. No era temor al ridículo; era sensación de fatalidad, imposibilidad de torcer el rumbo de las cosas. O acaso un intento de negar la realidad, evitar darme por enterada de la naturaleza sino trágica, al menos negativa o poco auspiciosa de lo que me sucedía. En el colegio transcurría desapercibida, pero cuando –la mayoría de las veces sin querer, ya que no estaba en mi carácter intentar la exploración del mundo o sus reacciones ni tampoco un apenas discreto llamado de atención al semejante– me alcanzaban las acusaciones de revuelta, disparadas como sucede entre los chicos: sin hipótesis sólidas y hacia direcciones múltiples, terminaban adjudicándome mayor castigo que al verdadero culpable. Las maestras se enervaban con mi actitud indiferente, mi desconocimiento de la adulación, mi negativa indoblegable a humillarme. Así escarbaban en busca de desavenencias entre mis padres, la enfermedad sin esperanza de algún ser querido, bancarrotas inminentes en la familia, y hasta enamoramientos prohibidos que perturbaran mi mente infantil. Más ajustaba mi máscara -cuya única expresión reconocible era la altivez-, más se exasperaban, dejaban de lado el impartir justicia, incluso olvidaban el infortunio ocurrido: la rotura del mapamundi, la aparición de los registros de asistencia con manchas de grasa o el hurto de la hebilla dorada de María Cecilia Primicelli. Con respecto a este último suceso podría mencionar que no tomaban en consideración varios puntos, a saber: que no podía usarse en el colegio indumentaria no incluida en el Reglamento; que una hebilla dorada no se mencionaba en ninguna línea de las del Reglamento de Indumentaria; que es indubitable que una hebilla para sujetar u ornamentar el cabello forma parte de lo que se considera indumentaria; que si el punto anterior no es reconocido por las autoridades al menos el ítem “indumentaria” es el más pertinente de todos los que presenta el Reglamento del Establecimiento para incluir a una hebilla. Por otro lado, si así no se considerase, existe un apartado en donde se instituyen como prohibidos: “objetos, ostentosos o llamativos, no relacionados con las tareas de aprendizaje y/o ajenos al espíritu de los valores que el Colegio sustenta desde su fundación”, en donde fácilmente se podría incluir a la hebilla dorada de Maria Cecilia Primicelli. A mis docentes les nublaba el pensamiento la intención fervorosa de verme avergonzada o temerosa; recapacitando mis acciones; apenada o, por qué no, histérica. No toleraban la frustración, por más insignificante e inútil, de no conseguir doblegar a una niña particularmente poco inteligente, sin sensibilidades o talentos especiales, que ni siquiera era portadora de temple, dureza o perseverancia (cualquier maestro o administrativo me había visto llorar por trivialidades estando en la escuela). Lo que creo que las hacía aborrecerme, era que ante esos momentos críticos, yo evidenciara una entereza boba y desproporcionada, una tozudez liviana y sin motivo. Se me ocurre que Juan sintió lo mismo la mañana en que se fue. Lo miré con la misma cara que solía poner ante las docentes cuando intentó una despedida, la misma expresión que tendría la noche anterior escuchando sus reproches, arrepentimientos, insultos al cielo; su manera de exhalar el aire cuando está nervioso al final de cada frase; los diferentes matices y tonos que le imprime a las palabras, buscando sin éxito, como las maestras, alguna manifestación de mi congoja. De muy chicas no compartimos juegos con Lucy, que era unos cinco años mayor; yo la observaba en la quinta, espigada y eléctrica, jugando con los varones o haciendo temblar la mesa del envión con que aterrizaba para comer o, mejor dicho, ponerse en la boca lo que podía alcanzar de un manotón y salir disparada masticando a seguir chivateando. No había chicos de mi edad para jugar, mi timidez me hacía quedar sentada cerca de mamá o -cuando más grande- refugiada en algún libro o revista. El tío había mudado la colección de “Selecciones” a la bibliotequita de la quinta y yo las devoraba en las tardes veraniegas: copiaba aforismos, repetía chistes. Me fascinaban los detalles milagrosos de la gente que vencía al cáncer; lograba hazañas deportivas a pesar de haber sufrido la amputación de una pierna; criaba a un hijo deficiente mental; asistía durante años a un familiar cuadripléjico; atravesaba geografías inhóspitas cargando a un compañero herido; sobrevivía durante días en el mar después de un naufragio. De cada diferente tipo de adversidad, terminaban sacando conclusiones aleccionadoras; encontrando la paz; descifrando mensajes del sentido de la existencia; y, desde el confortable sillón de sus casas de campo, se ofrecían a iluminarnos, al tiempo que degustaban una porción de pastel recién horneado. Yo tendría unos doce o trece años cuando se podría decir que Lucy me descubrió. Tuve mi modesta transformación de patito feo a cisne: mis dientes se acomodaron, mi nariz quedó pequeña, mis piernas flacas tomaban forma y marcaban sus músculos, como las hermosas piernas que mamá, un poco por la época y otro poco por dejar en claro una moral sin cuestionamientos después de su vergonzante divorcio, mostraba sólo en el borde de la pileta al hacer su entrada triunfal de cabeza al agua, con un salto de gran técnica cuya magnificencia se engrandecía por el instante fugaz de belleza que entregaban esas extremidades, elevándose estiradas y cortando el agua sin salpicar. Como si se tratara de un fantasma que en vida fuera estrella de ballet acuático y en su breve permiso para suspender el descanso eterno y pasear por su antiguo hogar terrestre, vagara por la quinta perdida de los tíos y su pileta descascarada. En lo que a mí se refiere, no creo que fuese Lucy la que registrara este camino de crisálida; quien sí lo hizo fue Toni, el muchacho que a partir de un día de enero, me uniría a mi prima para siempre. Toni iba seguido a la quinta porque sus padres tenían amistad con los tíos, era compañero de Lucy del colegio y se habían hecho buenos amigos. Ella siempre tuvo muy buena entrada con los varones: era bonita, alegre, le encantaba participar en todo y nunca se mostraba engreída o irritable. Toni era especial. Divertido, sobresalía en todas las materias del secundario y en los deportes, y hasta componía temas al piano; se diría que formaban la pareja ideal. Yo no sé si Lucy estaba enamorada, ni si la idolatría que sentía por él significaba aún más que un primer amor. A pesar de que parecía perfecta, ella era consciente de una cierta falta de brillo en su propia persona. Sus virtudes, eran discriminadas por ella como ordinarias, y se veía a sí misma alcanzando pronto su techo, sin poder superar la chatura y la densidad del aire que, a veces, sentía llenando sus pulmones. Lo que quizá ella no apreciara de sí misma era su capacidad de percibir: así como sólo una sensibilidad tan aguda como la suya advertía la partícula más pequeña de mediocridad contaminando su propio ser, apreciaba en Toni algo mucho más hondo que el ingenio o la destreza. Él se enamoró de mí un mediodía cuando entró distraído a la casa y me encontró inclinada boca abajo, con los muslos sobre el sillón y los codos en el suelo, leyendo “Los tres mosqueteros”